viernes, 13 de enero de 2017

LA ESTÉTICA MOLECULAR DE LA ESCENA O LOS LÍMITES DEL PSICODRAMA - Carolina Pavlosky

LA ESTÉTICA MOLECULAR DE LA ESCENA O LOS LÍMITES DEL PSICODRAMA
Carolina Pavlovsky. Lo Grupal 8. Editorial Búsqueda
E
stas apreciaciones intentan ser una reflexión crítica acerca de la producción psicodramática, tanto en el dominio de su práctica como en el de la teoría.   La crítica no es un ejercicio frente al cual podamos preservar nuestra neutralidad. No hay crítica neutra: toda práctica y toda teoría puede y debe ser interrogada según su posicionamiento efectivo en relación a la problemática del poder, según su modo de concepción y ejercicio; poder que se agencia en la naturalización de las formulaciones, como estrategia para sostener la jerarquía de ciertos discursos, prácticas y saberes.
         Pero aún, ni siquiera nuestra integridad queda inmune: el acto de desmitificación que supone poner bajo la mira de nuestro análisis la materialidad del objeto de nuestras operaciones, involucra, en un movimiento dialéctico nuestra propia subjetividad, afectando sus más sólidos referentes.
         Cabe entonces preguntarnos ¿qué noción de clínica estamos manejando? ¿Qué concepciones de enfermedad, de cura, subyacen en la práctica del psicodrama? El alcance de estas preguntas supera las intenciones de este trabajo, pero abordaremos la cuestión por la vía que más nos compromete en aquello de “poner el cuerpo”: ¿cómo se hace un psicodramatista?, ¿cuáles son las condiciones de elaboración y ejercicio de su experiencia?, ¿cuáles son los referentes desde los cuales se posiciona en su especificidad?
         Si en algún momento de su historia, el psicodrama fue el “sátiro” de los abusos catárticos, hoy parece correr el riesgo de transformarse en una técnica de adiestramiento y neutralización afectiva. “La técnica se convierte en una forma de anticipar y prever lo imprevisible” (Juan Carlos De Brasi), en política de control (aquí hay que aplicar inversión de roles, allí conviene un soliloquio, etc.), cuando detrás de su voluntad interpretativa, neutraliza la intensidad pulsional, y puede ser entonces un borde rígido para conjurar un desborde de flujos afectivos.
         El perfil del psicodramatista, en nuestro país, lleva la marca indisoluble, indiferente de la orientación que más le cuadre, de una tradición psicoanalítica y de una formación en la experiencia de los llamados pequeños grupos.
         Pero poco riguroso, en su generalidad, en el ejercicio de conceptualizar su práctica, más inclinado a acumular experiencias “vivenciales” que al debate teórico de las ideas, el psicodramatista parece no encontrar su verdadero estatuto como agente de su quehacer y su saber: ¿coordinador (de grupos)?, ¿animador?, ¿terapeuta corporal? Vocación aún marginada y dispersa en el campo de las prácticas “Psi”, con un estrecho margen de literatura que responda a los interrogantes que hoy le plantea una praxis que parece haber bajado la guardia para legitimar su lugar como método de experiencia y campo de investigación, (literatura a la que a veces recurre como a un manual de recetas), el psicodramatista no cree ya en la singularidad de su especificidad: parece haber olvidado que el psicodrama es uno de los dispositivos de intervención clínica más polémicos pero también más creativos que el siglo XX haya inventado.
         El Psicodrama, obligado a expiar su seducción, su exhibicionismo, su inclinación dionisíaca por las catarsis descontroladas, arrinconado frente al avance de dogmatismos teóricos frente a los que se ve compelido a rendir cuenta de su nivel científico, no sería del todo osado sostener que, en nuestro contexto, se ve reducido a una práctica “filial” que, en tanto no genere su propio espacio alternativo de producción, busca reconocerse invocando obedientemente la “paternidad” de una generación pionera, que aún hoy sigue siendo la vanguardia de un pensamiento siempre vivo y transformador.
         Sería hora de preguntarnos si con esta gratitud reverencial hacia quienes nos despejaron el campo de acción, no los estamos literalmente abandonando a la soledad de los héroes sin descendencia y por lo tanto, sin interlocutores.
         El psicodramatista se ha vuelto silencioso, extremadamente cuidadoso en sus movimientos, pulcro con sus intervenciones, bajo la consigna de mantener en el nivel mínimo la variable de inducción. Ha adquirido un estilo grave, ascético, neutro, monocorde. El auge de la puesta bajo la mira crítica del deseo del analista -y de todo agente clínico en última instancia-, de­riva con peligrosa facilidad hacia una gimnasia del autocontrol.
         La era de la soft tecnology ha invadido también las discipli­nas de la curación. El psicodramatista es un operador más en­trenado en los modales silenciosos de la abstinencia y la mode­ración, que en la sensibilidad estética de la dramaturgia.
         Si en sus orígenes, el psicodrama se autoproclamó como re­volución creadora (aunque en Moreno parece haberse agotado más bien en una religión de la espontaneidad), y en los años 60­-70 florece como una de las formas técnicas del happening, la de­sintoxicación expresiva, el sensitivy trainning (modo pe apropiación y control del sistema capitalista americano para conver­tir en negocio redituable y poner al servicio de su mantenimiento todo tipo de movimiento de cierto corte innovador, como sucedió con el hippismo, en la misma década), decíamos, en la ac­tualidad lo acecha el peligro de reducirse a una sofisticación amanerada, un instrumento de simulación que no pasa del amague. Forma obscena del antiteatro (Baudrillard).
         No lo impulsa ya una filosofía de la improvisación (im­promptu) como forma artística dionisíaca, sino que lo "compulsa" la presión sofocante de las categorías psicoanalíticas desde las que se lo ha intentado articular.       
         En aras de limitar los efectos de poder de su práctica, el atributo de director no le sienta cómodo a todo aquel que ejerce el psicodrama.
         La dirección de la escena se le ha vuelto problemática. Inter­viene desde una exterioridad prudencial. No toca casi al pacien­te, no interrumpe sino para mantener en un umbral tolerable (elaborable) la intensidad emocional de la escena. Opera a dis­tancia en un oficio de guantes blancos.
         Contrariamente a estas gestiones de higiene científica, en Moreno se ve a las claras que la marcada incidencia que no só­lo su presencia; sino también su emplazamiento corporal, el to­no de su voz, su contacto físico, su distancia, su despliegue siempre buscador de algún efecto en el protagonista o en el público, no era un factor a evitar, sino, todo lo contrario, eje principal de su método. La descripción detallada que hace de las funciones de director revela que de lo que se trata allí no es de un punteo de reglas técnicas, sino de unas estrategias hábilmente dis­puestas para condicionar al público y luego al protagonista que saldría de allí, al estado psicofísico que Moreno consideraba co­mo óptimo para desplegar una dramatización. Maestro en el ar­te de la inducción, calculador táctico de los efectos de sugestión de su carisma. Todo era parte del warming: cada uno de sus mo­vimientos, de sus palabras, cumplían, a la manera de un orden ritual, una función de eficacia inductiva dentro de una estrate­gia global que llevaba al montaje de una escena protagónica. Hasta la idea de los escenarios escalonados da cuenta del carác­ter casi ceremonial (disposición regulada del espacio) que supo­nía el proceso de la dramatización.    
         Pero lejos hoy ya de los delirios de grandeza morenianos, vestimos con los ropajes que nos prestaron los "estilos" apren­didos; no es una coartada suficiente para desconocer el alcance de una práctica cuyos efectos superan los rudimentos de una técnica aplicada.      
         No se puede dirigir sin violentar la materia, sin el recurso a una acción que descentra, altera, transgrede el eje de sentido de un texto original. El proceso de la dirección es siempre activo, deseante casi al extremo del goce, puesta en acto de una presen­cia inexorable, singularidad que talla toda la autoridad de su marca en un texto original. Es una densidad deseante, no una transparencia neutral. “Hay texto escrito listo para ser trans­gredido”. (Fridlewsky, Pavlovsky, Kesselman). ­
         El psicodrama no debería aspirar a legitimarse desde su adaptación a los parámetros vigentes de las disciplinas más ri­gurosas, sino más bien constituyéndose y manteniéndose como espacio alternativo de investigación y de creación. No es en los paradigmas de cientificidad sino en una concepción de la liber­tad y el deseo donde el psicodrama puede encontrar la dirección de su método.  ­
         Dejando sin cerrar las preocupaciones que guiaron estas conjeturas, abrimos el juego de otra apuesta en la que interesa­mos nuestra reflexión. Dos citas encabezan la propuesta:
         "En la relación entre historia e imagen, aquella me parece como un vampiro que intenta chupar la sangre a las imágenes. Estas últimas son muy delicadas, como caracoles que se repliegan cuando se toca su antena. Tampoco quieren trabajar como caballos; no les gusta cargar ni transportar: ni mensajes ni sen­tidos ni propósito ni moral" (Wim Wenders).
         La otra es de Gilles Deleuze, de su libro Lógica del sentido: "Es a fuerza de deslizarse que se asará del otro lado; ya que el  otro lado no es sino el sentido inverso. Y si no hay nada que ver detrás del telón, es que todo lo visible, o más bien, toda la cien­cia posible, está a lo largo del telón, que basta con seguir lo bastante lejos y lo bastante estrechamente, lo bastante superficial­mente, como para invertir lo derecho… No hay pues unas aventuras de Alicia, sino una aventura: su subida a la superficie, su repudio de la falsa profundidad, su descubrimiento de que todo ocurre en la frontera".
         Nos planteamos de entrada una serie de cuestionamientos: ¿qué tipo de configuración conceptual conforma la definición de escena en psicodrama, y de qué manera estas conceptualizacio­nes regimentan nuestros modos de intervenir clínicamente?
         La tarea supone, en efecto, oponer, desintegrar, hacer esta­llar cada uno de los supuestos que inciden en la instrumentación de una noción tan particular y tan poco sometida a análi­sis críticos, como es la de escena psicodramática. El "hecho” deberá ser "deshecho" para elucidar, en su irradiada composición, las condiciones de su enunciación y su producción, (Juan C. De Brasi)
         Veamos algunas definiciones. La noción de escena está di­rectamente vinculada a algunas de las principales articulacio­nes del psicoanálisis desde sus orígenes: escena traumática -­ huella mnémica – representación –fantasía – signo - símbolo.
         En la clínica freudiana, la teoría traumática da pronto pa­so a la preeminencia de la realidad psíquica (fantasía). Ya des­de 1897 Freud distingue a los fantasmas como procesos de tra­ducción. De la opacidad de lo real del trauma a la inscripción representacional. La representación como proceso de inscripción, registro y organización de los primitivos complejos perceptivos abiertos. (Carta 52 a Fliess).
         La noción de fantasma, en la diacronía de la obra de Lacan, fue operando transformaciones cuyo recorrido nos permite ex­plorar la trayectoria de su teorización. A partir de 1960, el es­tatuto del fantasma sufre un giro radical: a partir de concebir­lo como una construcción que opera como pantalla sobre un va­cío (real) no significable, lo sitúa en una relación fundamental con lo no representable, aquello que categorizará como resto in­capturable. Pero aún aquí, en el límite de la estructura, no se la puede pensar sino dentro de su propia lógica. El fantasma cum­ple aquí función de axioma, de articulación gramatical. Es la ló­gica que organiza las disyunciones de lo pulsional. Se está, por lo tanto, en muy específico registro de lo inconciente: el in­consciente representativo en tanto se sostiene que, si bien las pul­siones son silenciosas, necesitan sin embargo, un representan­te en el ello. Pulsiones siempre sometidas a representantes psí­quicos.
         Es decir: a pesar de que en las últimas teorizaciones psico­analíticas, lo real, como tierra de nadie, se impone fatalmente como límite a supremacía del significante -y también del Psicoanálisis- no se renuncia al desafío siempre forzado de ha­cer pasar a la pulsión por los desfiladeros estrechos y ya prefi­gurados del significante, impotentizando al inconciente como puro flujo que des-borda cualquier tipo de contorno topológico.      
         Se trata de cuestionar la noción de inconsciente y fantasma como registros cristalizados, de reevaluarlas como produccio­nes de la economía deseante (J. C. De Brasi).
         Ahora bien, el concepto de fantasía, en psicoanálisis, alude a un argumento, organizado en secuencias, en las que se halla presente el sujeto en una trama que articula personajes, roles, atributos, acciones, y representa la escenificación de un deseo inconciente. (Laplanche y Pontalís).
         Las características escénicas de la fantasía están directa­mente en relación con la dimensión dramática que se atribuye al nivel fantasmático. Fantasma como configuración de esca­sos, aunque intercambiables y aún contradictorios elementos.
         Toda una apreciación del acontecer grupal se apoya en éste  modelo dramático del fantasma: la organización grupal interna del fantasma individual (Kaës, Missenard), la estructura dramática del grupo interno (Pichón-Rivière). Modelo que remite a la segunda tópica freudiana, en la que Freud concibió la relación entre instancias como si se tratara de un grupo personalizafdo.
         La escena, como producto conceptual, es tomada así como unidad de análisis de la producción psicodramática (Martínez Bouquet), y constituye también el objeto principal de investi­gación de un determinado pensamiento clínico (M. Bouquet, F. Moccio, E. Pavlovsky).           ­
     También toda la noción de representación domina la concepción de la escena. Representación como discurso organizado, sistema de signos, estructura de lenguaje (David Maldavsky). Representación que se impone como régimen estructurante de        la realidad. (J. C. De Brasi).   
     Las primeras teorizaciones más o menos acabadas sobre una metapsicología del psicodrama (G. y P. Lemoine), conciben a la representación básicamente a partir de la consideración del juego del carretel, o del fort-da, descrito por Freud, como matriz de todo psicodrama: simbolización de una ausencia, evocación de un objeto ausente, perdido de entrada. El lugar de la representación es la escena o dramatización. Dramatizar implica el reencuentro, en el orden significante, con el objeto de la realidad. Realidad ya no alucinada, sino producida desde la representación. La representación posibilita ir del fracaso de la repetición como encuentro fallido con dicho objeto, al duelo, es decir, a la  representación simbólica del mismo. He aquí, para esta co­rriente de pensamiento, la eficacia del psicodrama.
     Pero lo que está en juego aquí es: ¿quién simboliza?, ¿quién evoca qué?, ¿dónde está el sujeto y dónde el objeto en esta cons­trucción significante?, ¿es un mismo y único sujeto el que corres­ponde a estas acciones?, ¿es siempre la misma calidad, el mismo estatuto de subjetividad lo que está en cuestión? ¿Por qué pri­vilegiar la posición de sujeto, por qué defender esta ficción de una voluntad, de una conciencia, incluso de un inconsciente del sujeto? (Baudrillard).
     En "Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis" de J. Lacan, la representación representante aparece funda­mentalmente ligada a la idea de  afánasis,  desaparición subje­tiva.         El surgimiento de toda subjetividad aparece como vacilación radical. Es más: el fort-da no da cuenta del sujeto ejerciendo una función de dominio frente al objeto, sino todo lo contrario, del momento de desvanecimiento subjetivo. Si bien es cierto que para Lacan, este desvanecimiento se produce exclusivamente en el plano significante, es precisamente lo que no puede ser representado (caída del significante unario bajo la barra) lo que opera como motor de la cadena deseante. Es decir, si bien adver­timos el momento de la supremacía de los signos, para una lectura lacaniana, podríamos aventurar, desde otra perspectiva, la supremacía del objeto carretel, en los modos en que se mani­fiesta como materialidad pura, en su condición de "signo" gra­vitacional, su autonomía silenciosa, su inercia simulada me­diante la cual se deja tomar como presa para escurrirse mejor. Es en relación a esta idea de hiancia subjetiva (fuerza inaugu­ral de la repetición) que se perfila uno de los aportes conceptua­les más radicales y peor aprovechados de Lacan, el objeto a como potencia y proceso maquínicos de desubjetivización. Máquina sin sujeto; maquinación del deseo (¿y por qué no del goce?) en .tanto irreductible, inasimilable a los órdenes estructurales.
     “Objetalidad” que establece un real concebido "más allá" del deseo, como su causa; sin embargo lo que aquí se esboza es un objeto que se burla de estas determinaciones; objeto que no tie­ne vocación: ni de causa, ni de deseo, ni de sentido. Régimen de la superficie y la apariencia, este imperio “fatal” (Baudrillard) sólo puede habitarse sometiéndose a su sin sentido, dejándose seducir por la danza inquietante de sus signos vacíos, por su banalidad, su no previsibilidad, su imperturbabilidad.
     La importancia que tiene la noción de representación en psi­codrama, es su relación con una determinada concepción de lo imaginario y lo simbólico. Observamos que aquella supone el pasaje del registro imaginario al  simbólico. Cuando el valor de una imagen es pasible de plasmarse en una representación, en una figuración representativa, pasa del nivel imaginario para adquirir función simbólica. (Marcelo Percia).
     Por otro lado, el término ESCENA, proviene del griego SKE­NE: parte o tienda del teatro donde representaban los actores. Ya su definición supone coordenadas que la delimitan y la sitú­an. La escena implica un argumento que la vertebra, persona­jes, interacciones (M. Bouquet). Abordar la escena como des­pliegue espacializado de la imagen, significa concebir una cier­ta geometría del espacio, una cierta función de la imagen (la geometría es precisamente la medida de las correspondencias punto por punto entre imágenes en un espacio). La escena pre­supone un marco que la encuadra y la delimita. P ero ¿qué es lo que hay que enmarcar o encuadrar? ¿A qué hay que ponerle lí­mites? "La cultura del marco nos hace voyeristas, para espiar la vida desde el marco" (J. C. De Brasi).
     Hay una particular calidad de lo inconsciente que atraviesa toda la perspectiva de la escena psicodramática, tanto en el campo de sus prácticas como en el de sus formulaciones. El dis­positivo psicodramático, sólo puede operar, desde allí; con una determinada dimensión de lo inconsciente: su dimensión teatral, representacional, figurativa, simbólica.
     El intento de generar un desafío que ponga en crisis, interro­gue, resignifique una praxis de intervención de un orden de ri­queza y complejidad tales como es el psicodrama, supone res­taurar al inconsciente, como acontecimientación de la produc­ción psicodramática, en su dimensión productiva. Se trata de deshumanizar al inconsciente (O. Saidón), desde una perspecti­va estética molecular. Se trata de problematizar al inconsciente en tanto privatizado, antromorfizado, que sólo pueda dar cuenta de su subjetividad personalizada; subjetividad producida desde una dramática reducida a la intimidad familiarista, o desde una lógica significante limitada a escasos intercambios. Recuperar al inconsciente en su calidad incorporal, impersonal, preindividual, más allá de lo general y lo particular, de lo colectivo y lo privado. (G. Deleuze). Inconsciente como multiplicidad de encuentros, de afectaciones, de parcialidades que no logran totalizarse nunca. Inconsciente no sujeto a las lógicas de las homologías internas entre contenidos latentes y manifiestos; inconsciente cuyos sentidos no resisten desde las profundidades, sino que fluye y se distribuye entre los pliegues e intersticios de las superficies. ­
     Hablamos de recuperar la ilusión de las apariencias como lo han hecho durante siglos el arte; el teatro, la poesía.
     La Multiplicación Dramática indaga de manera ejemplar esta dimensión. No agotándose en un recurso dramático más, supone toda una concepción de la producción de sentido. Acción de transversalidad, despliegue de la producción inconsciente in­tersubjetiva, colectiva, institucional. Encontramos sus antece­dentes en las contribuciones de Martínez Bouquet: La escena desde el punto de vista de los individuos que constituyen el gru­po, y en el dispositivo de las escenas temidas del coordinador de grupos (Fridlewsky, Kesselman, Pavlovsky). En la multiplica­ción dramática, la transformación estética del conflicto original se da por la pluridimensionalidad de perspectivas subjetivas.  Se recupera el fenómeno estético como irreductible a la profun­didad de los sentidos, a partir del recurso al grupo. Es el grupo, por las múltiples versiones subjetivadas que presta, el que hace estallar el sentido monocular de una escena. El grupo puede ser el instrumento privilegiado para evitar la captura de un sentido hegemónico.
     Lo que se intenta aquí reivindicar es también una lectura es­tética, no interpretativa. Pero le sumamos otra intención: la de violentar el eterno esplendor de una subjetividad humanizada. Estética de las conexiones y ligazones sensibles, en una super­ficie sin espesor ni consistencia. Estética que quiebre la opaci­dad de la escena como pantalla, con la caótica transparencia de automatismos, balbuceos, sonidos humanos e inhumanos, par­tículas corporales e incorporales afectándose mutuamente en la proximidad y en la distancia infinitas. Una estética que no que­de fascinada por la simulación de la máscara, sino que desnu­de la belleza de una simultaneidad de muecas en permanente metamorfosis en la misma máscara; atravesar la escena no co­mo relación construida, sino como múltiple universo de impre­siones, destellos, percepciones moleculares; buscar las calida­des singulares de la producción psicodramática en los intersti­cios de la trama expresiva. Interrumpir el gesto antes de que se desarrolle como código indicial.  Lentificar el movimiento para captarlo antes de que anticipe el sentido, o bien acelerarlo de tal modo que se adelante al mismo. Pero para abrir, en cada micro­movimiento, en cada micropercepción, la vertiginosidad de la pulsación inconsciente por la que supuran múltiples historias.
     En una sesión, Marcela no sabe cómo hacer valer su tiempo, cómo privilegiar las actividades que la ocupan. Se le propone es­pacializar con almohadones las áreas en conflicto, distribuirlos en el espacio según la "distancia" o la "proximidad" afectivas. El ejercicio fracasa. La indecisión la inmoviliza. No puede “repre­sentar" su conflicto. Queda en silencio, abrumada, y los almohadones, apilados sobre su falda. Me pregunto el porqué del fra­caso: ¿montante demasiado alto de angustia? ¿Indicio de trans­ferencia negativa en forma de "negativismo" a la propuesta? ¿Resistencia defensiva frente a la proximidad de algún conflic­to inconciente?
     Un movimiento casi imperceptible me interrumpe de pedir­le un soliloquio donde "confiese su dificultad": distraídamente, con la mano hace "pasar" los almohadones. Le pregunto qué ve en lo que está haciendo. "No sé". Insisto. "Como revisando un fi­chero". Le pido solamente que repita el movimiento. A partir de la repetición, y de las velocidades, Marcela acelera, lentifica, descompone el movimiento.  No hay sujetos ni historias, hay trozos de  corporalidades  mezclándose entre sí. Allí sólo hay en­cuentros singulares de ritmos-manos-texturas-telas-consis­tencias-espesores-huecos-planos- temperaturas-pieles-dedos-"entres" - formas no totalizadas. Sorpresivamente, la repetición cobra "cuerpo" en un indicio gestual. Del sin sentido a la otra es­cena, del automatismo al recuerdo, un pantallazo de su infan­cia se despeja del olvido, y se recuerda buscando a escondidas el dinero que su madre guardaba entre la pila de sus pulóveres, para sacárselo.
     Se trata, entonces, de una lectura que desplaza la unidad de análisis de la escena como producción molar, a sus elementos más moleculares; elementos que ya no tienen forma ni función y que sólo se distinguen por cualidades tales como el movimien­to, el reposo, la lentitud, la velocidad. Lectura que opera con ve­locidades, entonces, no con secuencias; con arritmias y ritmos variados, más que con regularidades; con destellos y evanescencias, más que con la previsibilidad del juego de la luz y la som­bra.
     No estamos acostumbrados, en psicodrama, hoy, a concebir las intensidades aconteciendo sobre las superficies, a no hurgar en la "caja de Pandora" la otra escena que se resiste a mostrar­se (de hecho, habrá que preguntarse si estamos habituados a la intensidad en sí misma, o la hemos asesinado).
     En la vieja idea de catarsis moreniana, estaba en gérmen el sentido de la intensidad como puro devenir, sólo que, tratándo­se de una materia indócil, fue incomprendida y descalificada. A pesar de la ideología espontaneísta de Moreno, éste intentó ela­borar una auténtica filosofía de la creación, a partir de la cual, "cada acontecimiento sucede sólo una vez y nunca más" (More­no). Pero Moreno enseñó también a no retroceder cuando estas intensidades acontecen, porque allí acontece la sexualidad, la muerte, la vida, la locura; intuición genial que lo llevó a gestar una praxis como puro régimen de flujos y encuentros.
     Tras un trabajo de improvisación corporal bastante prolon­gado, y llevado a cabo en condiciones atípicas de semioscuridad (por los cortes de luz se trabajó con luz de vela), en un grupo de formación no aparecen escenas para representar. Nadie puede relatar "historias", "conflictos", "recuerdos humanos": sólo se habla de destellos, sensaciones táctiles, viscerales, imágenes sin objetos definidos: los registros perceptuales se asemejan a las impresiones visuales que provoca la anestesia profunda, o a las alucionaciones corporales. No cuesta mucho suponer allí la resistencia a "pensar en escenas” (Martínez Bouquet), teniendo en cuenta que era la primera aproximación a escenas perso­nales. Sin embargo, lo que circula da cuenta de un régimen de afectaciones de una vibración extraña, casi incómoda, sin for­ma, caótica, sin sujeto. Afectaciones de las pieles en contacto con otras pieles, de las oscuridades no imaginarias, del aconte­cer mudo de los procesos somáticos. Algo allí no se podía representar, pero se manifestaba a través de otros órdenes de expre­sión. Crisis del pensamiento en escenas. "Dicho tipo de pensa­miento ha sido considerado con frecuencia como meramente constituido por imágenes. Pero ante una observación más aten­ta, y en particular, cuando quien observa es sensible a la detec­ción de los fenómenos dramáticos; resulta estar constituido por escenas" (Martínez Bouquet). Pero, ¿existen otros modos de afección que no pasen por el pensamiento en escenas? ¿Existen otras modalizaciones del pensamiento?
     Es comprobable que, tanto las imágenes, como la compleja multiplicidad de registros que dominan nuestras formas de percepción, no tienen la tendencia automática de acomodarse en una historia. Como las palabras y las frases, para adquirir sentido, deben ser violentadas. Narrar, desplegar una historia im­plica manipular, doblegar, constreñir las imágenes. El llamado pensamiento en escenas es efecto de este intento de dar coherencia a la inextricable complejidad de un universo de percep­ciones que desborda y sobrepasa toda su posibilidad de darse re­presentación.
     Poder desplegar, escenificar "historias" es parte imprescin­dible de la práctica psicodramática, pero nos topamos con los lí­mites del psicodrama si al tomar a la escena como unidad instrumental, capturamos en un marco de coordenadas espacio-temporales, los múltiples flujos de expresión no siempre representacionales. Nos topamos con los límites del psicodrama s¡ no sabemos inventar otras alternativas de expresión para los flujos no representativos del inconsciente.
     Molecularizar la unidad de la escena ni siquiera es "mirar desde adentro", alusión equívoca al sesgo contratransferencial de la implicancia deseante del coordinador; otras metáforas dicen mejor el devenir subjetivo que se produce con esta opera­ción: afectarse con la textura de la trama, dejarse ser parte del cuadro; devenir escenario como puro acontecimiento; ser una pincelada en la tela, ser puro color; hacerse objeto y partícula de objeto.
     Nos topamos con los límites del psicodrama si trabajamos con una dramática como simple pantalla de lo imaginario o la­tencia de lo simbólico. Dramática como discurso narrativo, fra­se acabada, coherencia argumental, montaje gramatical; que no sabe tolerar los balbuceos, las metamorfosis que transcurren en las superficies de las proposiciones y las palabras, los soni­dos de los objetos cuando hablan, el silencio ensordecedor de los cuerpos cuando vibran. “En Las sillas de Ionesco, el poderoso contenido poético de la obra no se apoya en la banalidad del texto que recitan los actores, sino en el hecho de que va dirigido a un número cada vez mayor de sillas vacías. Martin Esslin.” (Citado en Reflexiones sobre el proceso creador, de E. Pavlovsky).
     El problema no es el de la organización, el de la estructura, sino el de la composición.  Composición de moléculas y partículas de todo tipo; de afectos, de intensidades, de individuaciones sin sujeto (Deleuze, Guattari). Composición que singulariza a la obra de arte, con sus características de extrañeza, liquidez, ins­tantaneidad, inhumanidad. Es el juego vertiginoso y superficial de las apariencias desafiando el sujeto de la interpretación. Juego que nos arranca del reino de la metáfora y nos sumerge en la seducción de las metamorfosis.
     Intentamos recuperar la posibilidad de intensidad en una praxis que pierde el sentido sin ella.
     Por otro lado, intentamos mostrar que para trabajar en psi­codrama, o sólo no basta entrenarse en la escucha de la palabra, sino que concentramos en esta dimensión, nos insensibiliza la mayoría de las veces, para captar los múltiples registros en que el drama, como modo “espacial” del verbo, más que de la acción, permite al deseo expresarse.
     La idea de máquina (Deleuze, Guattari) y la de devenir (Deleuze) pueden servimos cuando la de estructura ha perdido la significación de corte en un proceso, y opera como estrategia de "momificación" del fluir siempre des-bordante (fuera del bor­de que la estructura misma pretende imponerle) del inconscien­te.
     Los procesos maquínicos de desubjetivización promueven un sujeto que queda por fuera de la máquina. Pero una realidad difusa, descentralizada, volatilizada hasta lo infinitesimal de sus cortes, anula toda posible captación del objeto, y a la vez al sujeto mismo. La máquina, en tanto haga imposible la repre­sentación de sus efectos, atrasa con el sujeto del sentido. ¿Desaparición de las ilusiones y las utopías?
      "Para que una cosa tenga sentido, hace falta una escena, y para que exista una escena hace falta una ilusión, un mínimo de ilusión, de movimiento imaginario de desafío a lo real, que nos arrastre, que nos seduzca, que nos rebele" (J. Baudrillard, Citado en "La multiplicación dramática” de H. Kesselman y E. Pavlovsky). Pero no estamos apostando al conformismo obsce­no de lo hiperreal. (Baudrillard).
        Hoy asistimos a la producción de otras formas de subjetivi­dad. “La máquina  como repetición de lo singular, es el único modo posible de representación de las diversas formas de sub­jetividad en el plano individual o colectivo" (F. Guattari).   Las formas sociales en las que estamos sumergidos hoy ya no responden a determinismos estructurales, ya no se dejan capturar por la causalidad que desencadena una estructura. "La realidad no se puede explicar desde la estructura" (J. C. De Brasi).
        Quizás asistamos no sólo a la manifestación de órdenes ma­quínicos de funcionamiento, sino también al surgimiento de una dimensión maquínica de la ética y de la estética.  La máquina, como proceso de apropiación deseante, tam­bién puede producir otros modos de ilusión.   
        Los límites del psicodrama son también los propios límites del psicodramatista como agente clínico será también su desafío. Y el desafío será el de la creación. Porque nos encontramos en la encrucijada de lo desconocido. Deberemos fundamentalmente crear otra concepción de la clínica: una clínica, por lo pronto, que abandone sus refugios sedentarios para animarse a transitar por la incapturable expansión de la producción deseante.
Bibliografía consultada
§  BAUDRILLARD, J.:          Cultura y simulacro, Ed. Kairós. 
                   - Las estrategias fatales, Ed. Anagrama.
§  BRUERE-DAWSON, C. y colaboradores: “Pulsión y fantasma en las dife­rentes estructuras neuróticas” (Cuarto Encuentro Internacional del Campo Freudiano) Ed. Manantial
§  DE BRASI, J. C.: “Crítica y transformación de los feliches". Lo grupal 6, Ed. Búsqueda.                       - “Apreciaciones sobre la violencia simbólica, la identidad y el poder". Lo grupal 3, Ed. Búsqueda.  
                   - “Elucidaciones sobre el ECRO”.  Lo grupal 4. Ed. Búsqueda. 
               - Seminarios sobre la obra de Deleuze (Centro de Psicodrama Psicoanalítico   Grupal).
§  DELEUZE, G.: Lógica del sentido, Ed. Paidós Studio
§  DELEUZE, G., GUATTARI, F.: Mil mesetas, Ed. Júcar.
§  GUATARI, F.: Psicoanálisis y transversalidad, Ed. Siglo XXI
§  FREUD, S.: Obras completas, Ed. Amorrortu.
§  KESSELMAN, H., PAVLOVSKY, E.: La multiplicación dramática, Ed. Ayllu - Búsqueda.     
§  LACAN, J.: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis (inédi­to)
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